La historia de la humanidad es la historia de la movilidad. Desde que los primeros hombres y mujeres abandonaron África, para colonizar primero el Creciente Fértil y a partir de ahí el resto del mundo, han pasado unos 200.000 años y hasta hace unos 150 el único medio de transporte terrestre era la tracción animal. Un medio que, en contra de la romántica idea que podamos tener e incluso algunos añorar, no estaba exento de problemas. No era seguro, ni sano, ni ecológico ni sostenible.
En el Londres de los siglos XVIII y XIX los “accidentes de tráfico” eran la principal causa de muerte no natural de los londinenses, por delante de los incendios, las enfermedades respiratorias y el abuso del alcohol. Y según los comentaristas de prensa las “controversias y riñas ocasionadas por los conductores al disputarse el paso” era la principal causa de alteraciones del orden.
Al otro lado del charco la situación no era mucho mejor. A mediados del siglo XIX la población de Nueva York era similar a la de Sevilla hoy en día, unas 650.000 personas. Pues bien, semanalmente entre 4 y 5 neoyorquinos terminaban sus días entre las ruedas de un carromato o bajo las pezuñas de un caballo. El 23 de diciembre de 1879 el NYT informaba de una congestión de tráfico en Brodway que duró 5 horas.

A este desbarajuste se sumaban las toneladas de excrementos y ríos de orina que los animales de tiro producían diariamente y que quedaban esparcidos por la calzada hasta que por la noche operarios municipales los retiraban o, la mayoría de veces, simplemente los apartaban a los costados de la calle. Esto creaba enormes muros de excrementos a ambos lados de la calzada con alturas que podían alcanzar casi los 2 metros.

Para solventar este problema se idearon soluciones arquitectónicas que han determinado gran parte del perfil urbano de barrios enteros de Nueva York, Londres y otras grandes ciudades. Las típicas escaleras elevadas para acceder a las casas de los barrios históricos del sur de Manhattan no se construyeron para hacerlas más encantadoras, ni para crear un serio problema de accesibilidad a sus actuales habitantes, eran la solución para acceder a las casas y sortear los “mares de estiércol” que se generaban en días lluviosos.
No hablaremos del indescriptible olor que la mezcla de sudores animales, estiércol, orines y grasa de carruaje se extendía por las calles y el interior de las viviendas y que, según las crónicas del la época, hacía que los viajeros percibiesen el “anticipador hedor de los coches de punto” conforme el tren se acercaba a la gran ciudad. Ni de los callejones de establos y cuadras repartidos por toda la ciudad (mews), con rampas por las fachadas para el acceso de los animales y hoy convertidos en sofisticados y carísimos lodges y alojamientos Airbnb. Ni de la lluvia ácida ocasionada por la combustión del carbón tanto en viviendas como en comercios y fábricas. Y sorpresa! también había problemas que hoy nos parecen nuevos: tanto los animales de tiro como sus excrementos producían abundantes cantidades de un gas de efecto invernadero: el Metano.

No solamente el medio ambiente y la salud pública estaban en serio riesgo. Ese modelo de movilidad afectaba a los cultivos y a la generación de alimentos para la población. En el entorno mas próximo a las ciudades, enormes extensiones de terreno cultivable debían dedicarse a la cría de animales de tiro y al cultivo de forraje para alimentarlos. Esto encarecía el precio de los alimentos y era a veces causa de crisis de suministros e incluso de hambrunas entre los más desfavorecidos.
La tracción mecánica de los motores de combustión vino a resolver el problema alimentario y a aplazar el medioambiental para un siglo.